miércoles, 16 de marzo de 2022

Piernas al desnudo *

   Afuera la noche es lluviosa y fría. Antes de salir del Hamburg Heave, ella se detiene momentáneamente en la puerta. El tiempo necesario para levantarse la falda hasta por encima de la rodilla, dejando al descubierto sus piernas de ensueño, y ajustar el broche del liguero que sujeta una de sus medias. Con la otra mano, en la que tiene un paraguas, impide que la puerta del burguer se cierre.
   Lleva un vestido oscuro con cinturón, chaqueta clara y abrigo tres cuartos de piel con grandes hombreras, guantes oscuros, una boina calada ocultando su melena rubia, y unos botines de ante abiertos por delante.
   Su postura, semi inclinada hacia adelante y ladeada, apenas si deja al descubierto su rostro pálido de labios grana, ojos rasgados y finas cejas.
   El suelo brillante de la acera, sobre el que cae una fina cortina de agua, devuelve el reflejo de sus piernas al desnudo.


* Mujer joven sale de la Hamburg Heave, en Manhattan (hacia 1940.

Las manos *

Las mujeres ríen de felicidad. Son negras y asisten a un concierto de jazz en Harlem. 
Están agarradas a un cordón que las separa del escenario donde actúan los músicos para evitar que lo invadan.
Sujetas al cordón hay un sinnúmero de manos, imposible saber de quién es cada una de ellas. ¡Son tantas y se parecen tanto!



* Concierto en Harlem (hacia 1940).

I Ain't Got Nobody in New York (Yo nunca he estado en New York) *

   El local está muy concurrido. Nunca había estado en New York y no conocía a nadie. Paseo la mirada en busca de un sitio donde sentarme, alguna mesa vacía. Nada, todo ocupado.
   Mis ojos se detienen en una mesa en la que hay dos parejas. Sobre un mantel de cuadros veo dos cajetillas de cigarrillos Camel y Lucky Strike. En el centro del tapete reposa una botella de cerveza Rupper, varios vasos y un cenicero.
   Una de las parejas se besa apasionadamente, ausentes de todo lo que ocurre a su alrededor. La otra observa la escena, aunque la mujer aparta la vista algo turbada. Quizá porque se ha dado cuenta de que yo estoy mirándola.
   La joven no es guapa, sí atractiva y de aire seductor. En el momento que nuestras miradas se cruzan ella apoya en el borde de la mesa una de sus manos de largos, delicados y delgados dedos entre los que sujetaba un Camel sin filtro. Tiene las uñas muy cuidadas, largas y esmaltadas en granate. En el anular he creído ver un anillo; quizá de compromiso. Me quedo
de pie, admirando aquel conjunto. Ella sostiene la mirada y percibo una sonrisa en sus ojos. En el jukebox suena I Ain't Got Nobody, de Coleman Hawkins.

* Reunión de dos parejas de jóvenes en un bar de la Bowery; besos, cerveza y cigarrillos (Manhattan) (hacia finales del decenio 1930).

Simetría *

   
En el furgón policial, con bancos corridos a cada 
lado, hay dos tipos elegantemente vestidos y con relucientes zapatos de charol. Están sentados uno a cada lado, enfrente el uno del otro. Entre ambos, y al fondo del furgón, donde permaneces inmóviles, hay una rejilla y, justo debajo, sujeta a la medianera que separa la cabina del conductor —como si fuera un cuadro abstracto—, la rueda de repuesto.
   A los dos tipos solo se les ve las manos, finas y delicadas, sujetando sus sombreros con los que se cubren el lado de la cara, expuesta a la vista de todos, de la mía también.
   Ofrecen una imagen simétrica, con la rejilla y la rueda de repuesto en el centro, y los dos tipos, uno a cada lado, sentados en idéntica postura y gesto. Los dos comparten en igual número las tablas del suelo sobre las que apoyan sus pies.
   Los caballeros van detenidos, y antes de cerrar las puertas del furgón se asoma el objetivo de una cámara.

* Dos tipos en un furgón policial se esconden del fotógrafo con ayuda de su sombrero (New York) (hacia 1941).

Vendedor de flores *

   
Cerca del Metropolitan, en sus alrededores, me 
encuentro con un vendedor de flores. Va vestido con traje, corbata y abrigo. La tarde es lluviosa y lleva un gorro de agua, como el que usan los marineros, atado a la barbilla. La camisa le queda pequeña y no puede abrocharse el botón del cuello. Eso hace que la corbata no encuentre el centro y vaya de un lado para otro, descolocada, ladeada, mostrando las dos arterias que brotan del nudo. El resto se vira como si quisiera iniciar un movimiento de baile en espiral. Los puños de la camisa también los lleva desabrochados. Posiblemente le falten los botones o los puños sean demasiado estrechos. El abrigo, de paño, amplias solapas y tejido con diminutos cuadritos, tiene los ojales desgarrados.
   El hombre aparenta unos cuarenta años, va con barba de varios días. Tiene la nariz alargada y anchas aletas; su boca es grande y de labios gruesos. En una de las manos carga con una caja de cartón grande, rectangular, y en la otra muestra una flor. En realidad la ofrece, alargando el brazo para acercársela al posible comprador. La expresión de sus ojos, de la boca entreabierta y el gesto de su brazo extendido, es un lenguaje mudo pero explícito: «¡Vamos, cómpreme esta flor!».
   No pude sustraerme a ello y le alargo unas monedas. Él, sonriendo, me entrega la flor. Luego sigo mi camino hacia el Metropolitan. Hoy viernes estoy citado con Eddie. Vamos a ver Las bodas de Fígaro.

* Vendedor de flores al lado del Met (hacia 1940).

martes, 15 de marzo de 2022

Lascivia *

   Cuando la vi me pregunté por las razones que llevan a una mujer elegantemente vestida a entrar en aquel tugurio. La encuentro sentada alrededor de una mesa de tablones marcada por el tiempo y los círculos, los cientos de círculos, dejados por vasos chorreando.
   Es rubia con melena de rizos artificiales que le caen y reposan en los hombros antes de comenzar a resbalar por la espalda desnuda. Una diadema de pedrería mantiene su frente despejada. Aparenta mediana edad. No es guapa. Los rasgos de la cara son duros, caballunos, lascivos. Tiene la boca grande y los labios finos e intensamente rojos. La nariz es prominente, gibosa.
   Viste un ceñido palabra de honor en satén crema. El escote, muy pronunciado, deja parte de sus pechos al descubierto. Adorna los brazos con guantes largos de seda negros; en la muñeca del brazo izquierdo, sobre el guante, el mismo con cuya mano sujeta un cigarrillo, muestra una pulsera de brillantes. En el cuello luce una gargantilla a juego con unos pendientes largos de perlas con un eslabón en oro al extremo.
   La noche es larga y ella está aquí después de asistir a una representación operística en el Met. Sobre la mesa, un vaso medio vacío y un cenicero de cristal. Parece estar sola, sin embargo sonríe. Lo hace a alguien que no alcanzo a ver. Quizá sea a mí.

* Una mujer rubia visita la sala de fiestas Sammy's, en el 267 Bowery, en Manhattan, vistiendo todavía su traje de noche lucido en la Ópera (hacia 1944).


domingo, 13 de marzo de 2022

Infortunio *

 
El incendio ha destruido y calcinado todo. La mujer y su bebé han quedado dentro, en uno de los pisos, entre las llamas, consumidos por ellas. 
   Abajo, en la calle, las exclamaciones de la gente, el ulular de las sirenas y el trajinar de los bomberos y policías es ensordecedor. 
   Es de noche y en medio de la calle veo el espanto y el dolor lacerantes en el semblante de quienes miran hacia uno de los pisos en llamas. La mujer lleva la cabeza y los hombros cubiertos por una mantilla que sujeta con la mano por debajo de la barbilla. No deja de mirar hacia arriba consumida por el dolor. Agarrada a ella, por delante, una joven llora y sin comprender del todo lo que ocurre, busca ayuda desesperadamente con la mirada extraviada.
   La mujer acaba de perder a una hija con su bebé. La miro y veo a La Piedad de Sandro Botticelli. Esta piedad es negra y ha sido pintada por el infortunio, la postergación, el color diferente, las casas viejas en barrios míseros. Esta Piedad Negra se encuentra expuesta en infinidad de recónditas esquinas de Brooklyn.

* El 15 de diciembre de 1939, una mujer y su hija, desesperadas contemplan cómo un incendio asola su casa, en la que se ha quedado atrapada en el último piso otra de sus hijas, con su bebé. Brooklyn (New York).

Celebración *

 
   Al fondo veo la Estatua de la Libertad, difuminada y de espaldas. Apenas se distingue sobre el fondo de la noche. Frente a mí, una muchedumbre me mira, unos sonriéndome, otros haciendo la uve de la victoria.

   Hay parejas besándose. Muchas son marinos con sus chicas. Uno de ellos levanta y enseña al mundo su gorra de plato en señal de saludo. Sus caras son de enorme alegría, aun cuando en sus miradas aún permanecen impresas las señales de los sufrimientos padecidos.
   Todos proclaman hoy con estruendosa alegría el fin de la Segunda Guerra Mundial.





* 15 de agosto de 1945: Muchedumbre celebrando el Día de la Victoria, con la Estatua de la Libertad al fondo (New York).

miércoles, 9 de marzo de 2022

Una extraña y entrañable chica *


 
   La mujer está acostada boca arriba desnuda, solo tapada de cintura para abajo. A su lado, un tipo habla por teléfono.
   En la mesilla de noche, junto al teléfono descolgado se ve un reloj despertador que marca las once y quince y, junto a él, una caja de cerillas grande. También observo, aunque sin precisar —no hay demasiada luz en esa parte de la estancia— algunos otros objetos personales repartidos por la superficie libre del mueble.
   La joven permanece inmóvil en tanto el hombre, desnudo como ella, ha pasado su brazo derecho por debajo de la nuca de la mujer dejando reposar su mano abierta sobre el cuello ladeado de ella.
   El brazo derecho de la mujer, ostensiblemente rígido, y la extraña y poco natural colocación de su mano —la muñeca hacia dentro y el dedo índice extendido, mientas el pulgar y el corazón casi se tocan—, me incita a prestar mayor atención a la pareja. 
   El hombre (Weegee) aparece con su pierna izquierda doblada y casi fuera de la cama. Ese movimiento ha arrastrado la parte de la manta que le cubre a un lado, lo que le deja tapado solamente por una fina sábana. Sin duda ha sido la llamada telefónica lo que le obligó a moverse hasta el mismo borde para descolgar el auricular.
   Me acerco más y observo que ella tiene los ojos cerrados. Sus pechos desnudos y, a mi vista, los tiene tersos y puntiagudos, pero así y con todo parece que el cuerpo de la mujer carece de vitalidad, da la impresión de estar exánime. Y sí, aquel maniquí carecía de vida.
   Desando los pasos de espalda y cierro la puerta tras de mí. Weegee prosigue su animada conversación telefónica sin haberse percatado de mi presencia. Bajo a la calle y en las escaleras suena I'm a Fool to Want You, de Billie Holiday.



* Weegee acostado con una maniquí. Imagen fuera de la exposición, pero incluida en el libro Weegee's New York.

martes, 8 de marzo de 2022

Cinco amigos *


   Esos hombres —cuento cinco—, que están en un café de East Broadway son judíos. La vestimenta les delata. El más longevo, calvo y larga barba desigual y deshilachada, me mira directamente. Los otros cuatro lo hacen a un punto que está fuera de mi alcance. Es algo que desde luego se encuentra a mi espalda. No me molesto en volver la cabeza.
   Todos ellos tienen barba; tres, además de lentes, uno lleva sombrero, y los otros dos la kipá.
   Están alrededor de una mesa cuadrada en un apartado con forma de rincón, y detrás de ellos puede verse una luz de neón con forma de brazo que parte de la estrella de David, y en el extremo opuesto aparece una mano con el índice extendido, señalando algo que no alcanzo a ver. De fondo escucho a Artie Shaw's interpretando Stardust.

* Cinco clientes sentados en una cafetería de East Broadway, en Manhattan (hacia 1941).

lunes, 7 de marzo de 2022

Gracias, muñeca *


 

 Me recuerda a los juguetes de hojalata de mi infancia. Solo que éste, siendo de chapa débil y estructura frágil, es un ómnibus real, como reales son sus pasajeros, alguno de los cuales me miran.
   Los copos de nieve, auténtica cortina, se adhieren a todos los salientes del vehículo, a los carriles de los cristales de las ventanas, incluso sobre éstos; a toda superficie ya sea horizontal o vertical a la que el copo pueda sujetarse.
   Sentada en primer plano, junto a una de las ventanillas, veo una señora con lentes y gorro que mira algo que ocurre fuera y le llama la atención. En el asiento contiguo, otra mujer algo más joven, con un tocado en la cabeza, mira de frente quizás a mí a través del tiempo.
   En la ventana de al lado, un hombre de mediana edad mofletudo y con sombrero, observa interesado algo que le pasa por delante de sus ojos. En el asiento de enfrente, una señora, mayor, con lentes y un pañuelo cubriéndole la cabeza, mira también algo que sucede en la calle; sonríe.
   De pie y agarrada al asa que cuelga de la barra central del ómnibus, una mujer de rostro radiante me observa con la mejor de sus sonrisas salida de una boca amplia y dentadura maravillosa, como sus ojos negros, enamoradizos.
   Yo la miro con intensidad y admiración, y ella, que se sabe observada, me corresponde complacida, mostrando el encanto de su belleza.
   Qué importa el tiempo cuando es posible dejarlo al margen, a un lado del devenir, y poder admirar momentos y personas como ella.
   El tiempo tampoco es capaz de impedir la influencia que pueden ejercer aún sobre nosotros, sobre mí. ¡Gracias muñeca!

* Pasajeros observando por las ventanillas del autobús en marcha. Resalta la sonrisa de una mujer joven al fotógrafo (New York) (decenio 1930).

Manos de marfil *


   Mantiene los ojos fuertemente cerrados, fruncido el entrecejo y entreabierta la boca. Es pelirroja, peina a lo pin up, con ondas al agua sobre la frente; tiene el rostro alargado y va sin maquillar, natural. Permanece de pie mientras escucha un concierto de jazz en el Stuyvesant Casino, en el 140 de la Second Avenue de New York. 
   Al mirarla no es posible dejar de percibir la emoción que siente en ese instante. Sobre parte de su rostro se interpone, y deja verse, la vara de un trombón.
    Sin cambiar su gesto, la mujer, o el ensueño, choca una contra otra sus manos de largos dedos, de marfil, y uñas carmesí. Viste un traje oscuro de manga larga y de cuello cuadrado de punto con botones a juego. Lleva las mangas subidas, mostrando sus brazos de piel aterciopelada y moteados de diminutas pecas. En la muñeca derecha luce un diminuto reloj cuadrado, con pulsera de piel muy fina, cilíndrica.
    Miro su cara, el gesto de emoción que muestra y, una vez más sus manos, y pienso ¡cómo no hacerlo!, en la inmortalidad.
    Cuánta perfección y belleza desaparecen o se marchitan a cada instante, sin motivo, ni razón. Abomino del tiempo.

* Joven extasiada y con las manos entrelazadas en un concierto de jazz en el Casino Stuyvesant, de New York (hacía 1944-1945).

domingo, 6 de marzo de 2022

Detrás del cristal*

  
    El visillo oscila en la corriente de aire. Al lado, una mujer de pie sostiene a un niño entre sus brazos. Tiene el rostro cortado desde el pómulo derecho, a la altura del ojo, hasta el cuello. En el resto del cuerpo también se aprecian cortes, como en la cara del niño, al que se le ve uno fino que le recorre desde la mejilla izquierda hasta la nariz. Sin embargo, no hay sangre por ninguna parte. 
Todo está en paz y el ambiente es de tranquilidad. El niño está llevándose a la boca algo de lo que tiene en una de sus manos.
    Delante de la joven y su hijo se encuentra la puerta, donde se agita como si intentara huir el visillo, con el cristal roto, y las piezas aún sujetas al marco. La luz proyecta la sombra del reborde del cristal roto sobre el rostro y el cuerpo joven y bello de la mujer y su hijo.
    La mujer, negra, posee ojos grandes de color miel, y la boca y sus labios desprenden sensualidad; expresión serena, casi esbozando una sonrisa. Viste camiseta marinera de rayas horizontales, y de manga corta, y falda de estilo y color indefinido, como la ropa del niño.
    La puerta dispone de un robusto pomo redondo y una cerradura de tambor, cuya función ya es inútil. Nada es lo que parece, excepto la fatiga del visillo en su frustrado e incesante intento de volar.


*Mujer joven y su hijo detrás de una puerta con el cristal roto, en Harlem (New York) (hacía 1943).

sábado, 5 de marzo de 2022

Septuagésima*


    Rodeada de mármol: suelo, paredes, escaleras... Así la encontré, sola, limpiando las descomunales superficies del recibidor de la planta sesenta del Wall Street Tower, un edificio de estilo neogótico. 
    Ella es morena, joven, muy ancha de caderas, gruesa; de mediana estatura, que corrige con zapatos de plataforma; viste bata blanca y guantes largos de goma. Un cubo y una fregona de palo largo es todo lo que tiene para hacer su trabajo.
Mientras cuento esto, ella friega el reluciente suelo de mármol, formado por losas de diferentes tamaños y tonalidades. En otro lugar de la planta puede verse un cubo, una mopa, un cepillo con palo largo y algún que otro instrumento de limpieza.
    En la parte de los ascensores hay grandes papeleras- ceniceros cilíndricos de metal con acanaladuras desiguales. Y en el extremo opuesto se encuentra el paso a las oficinas, donde la decoración predominante son las maderas nobles y los apliques sobre las paredes.
Estamos los dos solos en este desierto de setenta plantas de mármol y oficinas.


* Mujer de la limpieza en la Sixty Wall Street Tower, en Manhattan (decenio 1940).

viernes, 4 de marzo de 2022

Extraña dama *

    
Cuando me asomé al bar vi, al fondo, a una dama; una anciana y extraña mujer de dulce aspecto, de película Disney. Está sentada delante de un desvencijado piano con las tripas al aire, expuestas a la curiosidad de los clientes, sin ningún decoro.
    La dama viste de calle, lleva un abrigo de pelo corto que le cuelga casi hasta el suelo, y debajo un vestido de motivos circulares blancos sobre fondo oscuro. 
    Ya lo he dicho, está sentada, pero no en una
banqueta de piano, sino en una vieja y destartalada silla de madera con respaldo. La dama posee manos grandes, y dedos largos, delgados y bien cuidados.
    Sobre su cabeza lleva un sombrero con forma de boina grande, adornado con redecilla negra, y muy echado hacia atrás y algo ladeado. La expresión de su cara es de ausencia, con la mirada perdida, concentrada. La barbilla, muy afilada y al mismo tiempo carnosa y redondeada, le cae por debajo de una mandíbula marcada; la nariz es larga, como si mirase hacia abajo, igual que su barbilla. La boca es pequeña y de labios finos.
    Encima del piano, en el lugar donde debería estar la partitura, hay un vaso de cerveza y una lata abierta, de alguna chuchería. Al lado de ella, de pie, tres tipos hablan entre sí: uno de ellos con gorra de béisbol y ropa de trabajo, otro con la palma de la mano en su cara, sujetando un cigarrillo entre los dedos y el codo apoyado en un mueble del bar y con sombrero fedora. El tercer hombre es canoso, viste de traje, éste ajado, y habla con los otros dos mientras sujeta un cigarrillo.
    Sentado muy cerca de la dama, observándola detenidamente, hay otro tipo, éste también con sombrero y un cigarrillo a medio consumir colgándole del labio inferior. Viste camisa de cuadros discretos desabrochada por arriba y el nudo de la corbata caído.
    La dama, ausente de todo lo que le rodea, está a punto de ensayar un acorde: el pulgar de su mano izquierda tiene pulsado el Do 2.


*Dama tocando el piano en un bar de Manhattan (hacia 1948-1950).

jueves, 3 de marzo de 2022

Una paloma vulgar *


    Entré en la calle y vi zapatos, botas, calcetines, cuerpos boca abajo, boca arriba, de costado, amontonados en el suelo, sobre cartones, dormidos.
    El aire era espeso y agrio, y el sonido coral, polifónico: respiraciones hondas, graves, agudas; con sordina, ásperas. Todo un surtidor de alientos.
    Al lado, a pocos centímetros de esta aglomeración de seres desquiciados, hay un pequeño recipiente, redondo, con agua, y a su vera una paloma vulgar —nada picassiana—, despeinada, con greñas, bebiendo de espaldas a los seres que duermen su infelicidad.
    La paloma se retira del recipiente, toma distancia de él, mira a un lado y a otro, sacude el cuello y después las alas. Durante unos instantes se queda inmóvil, luego dobla el cuello y escarba en su pecho un momento antes de mirar a aquella gente y emprender el vuelo, como si huyera, en busca de una cornisa en la que dormitar.


* Grupo de hombres en el suelo durmiendo la resaca, mientras una paloma solitaria bebe
de un tazón de agua, (New York) (hacia 1942).

miércoles, 2 de marzo de 2022

Tres músicos blancos y una promesa *


    Delante de la oficina de empleo A. Pavia hay tres tipos jóvenes: un saxo, un guitarra y un contrabajo. Están en medio de la calle, en el Village, junto a dos grandes coches aparcados uno a cada lado de la calzada. Son tres blancos, el del centro con gafas. El contrabajista, en camisa de manga corta, y el del saxo y la guitarra con las mangas arremangadas.
    No alcanzo a oírles con claridad, hay demasiada distancia entre ellos y yo. Los tres están en 1940 y piden dinero a los viandantes; aun así, y pese a la distancia, creo percibir un tenue rumor que se parece mucho a una vieja canción de swing.
    Podría decirse que son tres elegantes músicos callejeros. Visten bien, con zapatos brillantes, pantalones de calidad, de pinza y caja alta. El pelo cortado con esmero, a lo garçon. El saxofonista lleva raya a la izquierda, con tupé, todo sujeto hacia atrás con fijador. El guitarrista y el contrabajista lucen el pelo suelto, peinado hacia atrás hasta la nuca, donde se cruzan los mechones que llegan desde los lados.
    Sobre la acera, y por encima del morro de uno de los grandes coches aparcados, aparece la cabeza de un niño —cayéndole el pelo sobre la frente—, que les mira con curiosidad. Me recuerda al Perro semihundido de Goya. Quizá ahí nazca la vocación de un talentoso joven; de una promesa.

* Músicos callejeros mendigando delante de la agencia de empleo A. Pavia en el Village
(Manhatan) (decenio 1940).

Las vidas pasadas nunca pasan

Hace unos días me dio por reflexionar acerca del pasado. En realidad de los intentos de traerlo al presente y rejuvenecerlo; darle sentido d...